Arriba!

Prólogo-para existir- de un sueño, el #7.

Sentenciar “hasta ahora” empata en soberbia al “será”, lo asumo, pero no sin pena o incluso culpa. Así entonces me presento como Prólogo Repudiable a un sueño que no es tal. Hay en mí un preferir existir como prólogo repudiable a no ser (como si hubiese la posibilidad de no ser siendo).

Andaba yo en las pasarelas de otros prólogos con la expectativa de que un urdidor de prólogos y sueños me soborne y me proponga prologar una mera pieza literaria usadora de Unsueñoparaser.

He mentido para ganar esta existencia gloriosa de Prólogo Repudiable pero no volverá a ocurrir algo semejante, a excepción que otra ocasión así lo amerite. Sin embargo, está lejos esta afirmación de eximirme como cómplice de la mentira General y Necesaria.

Como una minúscula rebeldía me anima (¿toda rebeldía es una Dignidad?) decidí epilogar un hecho de la realidad disfrazado de fantasía…

Sueño #7

Ahora sé que era San Petersburgo pero me costó llegar a la tarde. Me di cuenta más por el ambiente que por la arquitectura (sólo compartía con la ciudad de no-sueño la altura de sus construcciones). Un día fuimos a ver la casa, por las citaciones a la que los turistas acuden invitados por los mapas y las recomendaciones. Era una casa roja, como si estuviera en el medio de la manzana (pero no estaba en el medio de la manzana porque no se regían por ese des-orden) tirando a bordó. Era un palacete ruso, con sus simetrías y sus ventanas. Habían estado un día o una noche o una semana, la Negra Poli, el Indio y Skay.

Otro día volví a ir, ya sólo. Tuve la oportunidad de agarrar un atajo arbolado y solitario pero respeté mi miedo y decidí caminar por un lugar más público. Nuevamente tenía frente a mí esa casa que la miraba para arriba, en forma oblicua. Estaba abandonado a eso, con un sol tibio de invierno porteño que resaltaba el antesrojo y ahora bordó de la pintura de la casa y la amistad entre el amarillo, marrón y verde de las hojas, cuando apareció mi hermano con las dos mochilas grandes, las viajeras. Supe que nos teníamos que ir al aeropuerto. Siempre es agotador ir al aeropuerto y cargar con las mochilas. Como para complacer ese pensamiento caprichoso apareció el griego con un trineo de madera muy lustrada que lo usaba para llevar el equipaje de la gente que pagaba por ello. El trineo sólo tenía un bolso El griego nos dijo que pongamos las nuestras que él las llevaba. Caminamos menos de cien metros y miramos para atrás, seguros de la desconfianza. El griego aún no se había movido de ahí pero lo divisábamos a lo lejos maniobrando y examinando el trineo. Retrocedimos hasta el lugar y nos dimos cuenta que no estaban nuestras mochilas. Lo misterioso del asunto era que nadie estuvo cerca del trineo más que nosotros tres. Desaparecieron. En un momento estuvieron y después ya no. Las buscamos por inercia, por compromiso de pérdida, pero sin optimismo ni esperanza alguna. Lo único de lo que estoy seguro es que la mochila la dejé ahí, hasta me acuerdo (además de la imagen del dorso de la mochila contra la madera brillosa) de la sensación de descarga cuando liberé ese peso y me la saqué de la espalda. Después ya me dio curiosidad saber quién ejecutaba ese truco desvaneciente. En la siguiente escena ya estábamos en el aeropuerto y gastábamos nuestras últimas búsquedas atrás de las macetas o las maletas de otros y disipábamos la bronca que nos generaba, o a mí por lo menos, haber perdido el neceser. Antes de embarcar, incluso antes de hacer aduana, decidí despertarme porque me daba mucha angustia aquella pérdida.

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Última actualizaciónviernes 6º - mayo 2022